lunes, 30 de mayo de 2022

MI PRIMER TALLER

Con trece años me matriculé en tipografía en la Escuela Nacional de Artes Gráficas. Escuela que se había quedado anclada en el siglo xix. Estaba en un viejo edificio de la calle de la Libertad, donde también había una academia de ballet.

Cubierta de nuestro catálogo n.º 84
Casi todos los chavales trabajaban en pequeñas imprentas, y uno de ellos me dijo que en su imprenta necesitaban un aprendiz. Me presenté y en ese mismo instante empecé a trabajar. La vieja guillotina no tenía motor, así que yo hacía de fuerza motriz dando vueltas a la rueda cuyos engranajes hacían bajar la cuchilla, para que el jefe cortara el papel. Allí se imprimían en una máquina plana fundamentalmente los prospectos de diversas medicinas en un papel finísimo, de tan poco peso, que al salir de la vieja máquina había que estar atento para que no se escapara volando, y allí permanecía vigilante durante horas de pie o sentado, dejando que alguno volara. Me dieron la llave y yo era el encargado de abrir, pero también de barrer el taller y limpiar el retrete. Una vez cortados los prospectos, se ataban en paquetes, cogía el metro y los llevaba a domicilios de familias muy humildes para que los plegaran a mano y recogía los ya plegados. En alguna ocasión tenía que esperar un buen rato a que lo terminaran. Recuerdo a una familia que cuando llegué a recogerlos el día acordado les faltaba de plegar una parte, y allí estaban plegando, lo más rápido que podían, la madre, la abuela, un niño de unos doce años y dos vecinas a las que pidieron ayuda. También me viene a la memoria un hombre minusválido que los plegaba en la cama. Tumbado, con la cabeza un poco levantada y una tabla de contrachapado en el pecho sobre la que plegaba aquellos prospectos con gran habilidad.

                              MARIO FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, librero 

 

Texto publicado en el Catálogo n.º 84 de Librería Berceo (junio-octubre 2022)

martes, 7 de julio de 2020

Silva, grillera y cigarral de Manolito el Pollero (Manuel Fernández Sanz). Nueva edición en Reino de Cordelia, por Mario Fernández González

¡Ya la venta en Librería Berceo!

Aunque desconocido en las aulas de literatura, Manuel Fernández Sanz probablemente sea el poeta bohemio más importante de la postguerra. Su único libro, publicado y prologado por Camilo José Cela en 1966, un mes después de su muerte, era hasta hoy una joya inencontrable.

Tras gran esfuerzo y mucha ilusión, Mario Fernández González, librero de Librería Berceo, se enorgullece de anunciar por fin la publicación de "Silva, grillera y cigarral, de Manolito el Pollero"


Editado en Reino de Cordelia en una cuidada edición, se publica este libro de poesía precedido de un riguroso estudio de Mario Fernández y con un prólogo de Camilo José Cela.

"Manuel Fernández Sanz, aunque no conocido en las aulas de literatura, como otros muchos autores, que sólo parecen existir en las librerías de viejo, no le sepultó el olvido, en parte gracias a su apodo, Manolito el Pollero, pues le gustaba decir que era el único poeta que vivía de la pluma, y en efecto, vivía de la pluma, es decir de la pollería y huevería de “alta gama” que su familia tenía en la calle Tetuán, en pleno centro de Madrid, próspero negocio por aquellos años, cuando los pollos eran manjar de ricos con los que soñaba el pobre Carpanta, símbolo del hambre de la larga posguerra.
Sí, el mismo se bautizó como el Pollero, con el afán de sorprender, de llamar la atención a aquel grupo de poetas de los que pasaría a formar parte. Nació con alma de poeta. Debieron de horrorizarle aquellos pollos ajusticiados que por aquel entonces colgaban de los ganchos de las pollerías. Y disfrazado de bohemio, modesto y generoso, se convirtió en mecenas de los que no podían vivir de la pluma.

 
Pero Mario Fernández González deslinda la realidad de la leyenda, realidad mucho más sugestiva, que nos descubre con documentos al hombre, al intelectual, al bohemio y su entorno."

lunes, 23 de diciembre de 2019

Gregorio Marañón


Cubierta de nuestro catálogo n.º81

El doctor Marañón era uno de los autores importantes de la Casa, del que compuse como tipógrafo monotipista muchas páginas de sus libros. Yo no le llegué a conocer personalmente, pues entré a trabajar en los talleres de la editorial Espasa-Calpe en 1960 y él falleció en este mismo año. Pero los oficiales tipógrafos monotipistas veteranos contaban que un día se quejó a la Dirección de los errores que habían cometido al componer unos textos manuscritos suyos. Marañón vino a decir algo así, con gran indignación: “Es preferible que cuando duden o no entiendan el texto, en vez de poner algo parecido, escriban una palabra chocante para así detectar mejor el error.” Acordaron los tipógrafos que la palabra fuera “butifarra”, de tal manera que ante la menor duda ponían dicha palabra. Pero el doctor cuando vio la palabra butifarra acá y allá en las galeradas, que los tipógrafos, con temor a equivocarse, prodigaron, se indignó. Le debió molestar que la butifarra se mezclara con su siempre alabada prosa, aunque esta palabra cumpliera el objetivo marcado.

    Los tipógrafos con la experiencia de sus lecturas de oficio, junto a los correctores, solían desentrañar por el contexto algunas palabras, pero ante la duda, ponían la palabra más aproximada, procurando que tuviera el mismo número de caracteres, pues eran líneas de plomo, y si estas palabras no tenían la misma longitud había que recomponer todo el texto.

    Había originales manuscritos enrevesados que trataban de materias con un léxico profesional que no podían detenerse a desentrañar, pues se les exigía una producción, seis mil caracteres a la hora, así hora tras hora en una larga jornada que en la práctica podía llegar a las nueve o diez horas. 
                                  MARIO FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, librero
Texto publicado en el Catálogo n.º 81 de Librería Berceo (enero-abril 2020)

jueves, 26 de septiembre de 2019

Un libro desplumado o deslaminado


Cubierta de nuestro catálogo n.º80
Hace ya muchos años tuvimos un cliente del que empezamos a sospechar que nos robaba libros. Cada vez que pasaba por la librería, al día siguiente observábamos que faltaba algún libro de los que había estado mirando.
Así que cada vez que venía, estábamos alerta, y aunque nunca le pillamos in fraganti, pues esperaba algún momento en el que algo nos distrajera, como que nos llamaran por teléfono o que entrara otra persona, la cosa parecía bastante evidente. Claro que de tarde en tarde nos compraba algo y quizá nos compensaba. Pues bien, no queda ahí la historia, un día nos compró un libro con los grabados de David Roberts, del que advertíamos que faltaba una lámina de las veinte que debiera tener, pero como estaba muy bien de precio, lo compró. No obstante, al día siguiente lo devolvió porque, según él, le faltaba otra más, o sea que nos sustrajo una lámina que seguramente le faltaría a su ejemplar. Y aquí viene lo más increíble. Ese mismo ejemplar lo llevamos a una feria del Paseo de Recoletos, y avisábamos con una nota junto al precio, y además lo volvíamos a advertir verbalmente, que le faltaban dos láminas, y de ahí su bajo precio. Aparece un personaje un tanto singular, mira el precio y la nota que avisaba de su falta, y se lo advertimos para que no hubiera dudas. Nos paga, y además nos cuenta que tenía otros ejemplares también con algunas láminas menos y los iba completando. Y tan amigos. Pero a los pocos días tal personaje aparece de nuevo y nos dice que no le faltaban dos, sino tres láminas. Yo me dije para mis adentros: “no me lo puedo creer, me lo van a desplumar”.

MARIO FERNÁNDEZ, librero
Texto publicado en el Catálogo n.º 80 de Librería Berceo (octubre-diciembre 2019)

lunes, 3 de diciembre de 2018

La ortografía



Cubierta de nuestro catálogo n.º 79
“Duelete de effa Puente Mançanares / Mira que dize por ai la Gente, / Que no eres Rio para media Puente, / Y que ella es Puente para treinta Mares”. Versos de un soneto de Luis de Góngora, copiados de una edición de 1659.

Cuando en nuestras librerías mostramos un libro impreso en el siglo XVII, original o facsímil, a algún cliente que no está familiarizado con estas antiguas ediciones, al verlo se sorprende que en otra época la ortografía no fuera la misma que le habían enseñado como dogma de fe, y cuyas faltas eran pecado mortal, y que en muchos casos la memorización de la gramática y la ortografía hicieron que algunos no se atrevieran a escribir, y hasta llegaran a odiar los libros.Y es que aquellos dictados de la Ortografía de Miranda Podadera parece que no tenían otro fin que torturar al alumno como puede verse en este fragmento: “Era bínubo y no bígamo el bigardo y begardo Alberto...”.


Creo que en la escuela se dedica demasiado tiempo a la ortografía e incluso a la gramática, y poco a la lectura y a la redacción. Sería más razonable despertar la afición por la lectura, la curiosidad por la historia de la lengua, y crear un espíritu crítico frente a la sacralización de la ortografía, de lo correcto e incorrecto. Y explicar también que la lengua es mucho anterior a la escritura. Y que la escritura trata de representarla mediante signos, y que al hablar no utilizamos mayúsculas, ni haches, ni diferenciamos la b y la v, etc. Son muchos los que a lo largo del tiempo han propuesto una escritura más fonética, o al menos una simplificación de la ortografía, como Juan de Valdés, Gonzalo Korreas, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, García Márquez.
MARIO FERNÁNDEZ, librero
Texto publicado en el Catálogo n.º 79 de Librería Berceo (diciembre 2018 - marzo 2019)

miércoles, 16 de mayo de 2018

Hipólito Escolar, bibliotecario y editor


Atraído por los catálogos que me enviaban he visitado Librería Berceo, situada en un lugar recogido en el Madrid antiguo, la calle de Juan de Herrera. A su propietario y fundador, Mario Fernández, lo conocí cuando trabajaba en Espasa Calpe y venía a visitarme a la Nacional buscando permiso para reproducir algún ejemplar raro, que la editorial solía regalar con motivo de las fiestas navideñas”. Escribe Hipólito Escolar, en Gente del libro (autores, editores y bibliotecarios). Director de la Biblioteca Nacional y uno los creadores de la editorial Gredos, en cuya magnífica colección Biblioteca Románica Hispánica, dirigida por Dámaso Alonso, se publicaron dos de mis libros de cabecera, la Historia de la lengua española, de Lapesa, y los Estudios de lexicografía española de mi admirado y amigo Manuel Seco.

Hipólito, ya jubilado fue cliente y amigo de nuestra librería, e incluso participó en nuestras tertulias organizadas en torno al libro. La primera vez que nos conocimos fue en 1977, fecha en la que se conmemora el trescientos cincuenta aniversario de la muerte de Góngora. La verdad es que yo iba con un cierto respeto a visitar al director, autoridad suprema de este templo lleno de tesoros. Me recibió con gran cordialidad y me ayudó y aconsejó. Recuerdo la emoción que me produjo caminar por sus silenciosas estancias, el tocar con mis propias manos aquellas ediciones de Góngora en las mismas entrañas de la Biblioteca, entre anaqueles, donde no entraba el público ni los investigadores. Y por fin nos decidimos por una edición de un formato peculiar de 9 por 17 cm. titulada Delicias del Parnaso, en que se cifran todos los Romances Liricos, Amorosos, Burlescos, glosas, y decimas satiricas del regocijo de las musas el prodigioso don Luis de Gongora. Barcelona, por Pedro Lacavallería, Año 1634. Obra en la que escribí unas palabras preliminares firmadas como “Los editores”.
     
MARIO FERNÁNDEZ, librero
Texto publicado en el Catálogo n.º 78 de Librería Berceo (mayo - septiembre 2018)

jueves, 28 de diciembre de 2017

Francisco Umbral

En 1990 abrí esta librería en compañía de Pilar, mi mujer. Hacía unos meses que la habíamos inaugurado, y llegó la Navidad, y estábamos preocupados porque apenas pasaba alguien por la librería. Así que compré unas cuantas felicitaciones de Navidad de gran formato, de las que hacía Patrimonio Nacional, con la reproducción del algún bello códice en color con estampaciones en oro. Me senté en la mesa de mi cocina y empecé a escribir felicitaciones a directores de periódicos, a columnistas, a antiguos conocidos del mundo editorial con el afán de dar a conocer la librería. Y a uno de los que me dirigí fue a Francisco Umbral, cuya dirección particular me la proporcionó Carlos Álvarez Ude, compañero entrañable que hoy está en el mar de los recuerdos. Pues bien, cogí una felicitación y le escribí una larga carta, de la que antes había hecho un borrador, pidiéndole que intercediera ante los Reyes Magos para que se pasaran por la librería. Mi mujer, siempre más sensata que yo, me dijo algo así: ¡Hay que tener ganas! Y a los dos días, Pilar me dijo que había llamado Francisco Umbral por la mañana y que vendría esa misma tarde. Al principio creí que me lo decía en broma, pero, en efecto, cuando fui a abrir a las cinco, ya me estaba esperando. Y yo algo pasmado le saludé, hay que decir que entonces Umbral ya era un personaje, y me dijo: “me ha gustado su carta”.  Estuvimos unas dos horas conversando y me compró varios libros. A partir de ese momento fue cliente habitual y hasta me citó en sus columnas. Siempre que venía estábamos un buen rato de charla. A veces se presentaba con su mujer, España, o con algún colega. Y en ocasiones hasta le llevaba la contraria, olvidándome que yo era comerciante. El otro día me dio un ataque de nostalgia y llamé a su mujer para que me consiguiera una copia de aquella carta, porque me gustaría volverla a leer, ya que salvo lo de los Reyes Magos, no recuerdo muy bien su contenido.
MARIO FERNÁNDEZ, librero

Texto publicado en el Catálogo n.º 77 de Librería Berceo (diciembre 2017 - marzo 2018)