Con trece años me matriculé en tipografía en
la Escuela Nacional de Artes Gráficas. Escuela que se había quedado anclada en
el siglo xix. Estaba en un viejo
edificio de la calle de la Libertad, donde también había una academia de ballet.
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Cubierta de nuestro catálogo n.º 84 |
Casi todos los chavales trabajaban en pequeñas
imprentas, y uno de ellos me dijo que en su imprenta necesitaban un aprendiz. Me
presenté y en ese mismo instante empecé a trabajar. La vieja guillotina no
tenía motor, así que yo hacía de fuerza motriz dando vueltas a la rueda cuyos
engranajes hacían bajar la cuchilla, para que el jefe cortara el papel. Allí se
imprimían en una máquina plana fundamentalmente los prospectos de diversas medicinas
en un papel finísimo, de tan poco peso, que al salir de la vieja máquina había
que estar atento para que no se escapara volando, y allí permanecía vigilante
durante horas de pie o sentado, dejando que alguno volara. Me dieron la llave y
yo era el encargado de abrir, pero también de barrer el taller y limpiar el retrete.
Una vez cortados los prospectos, se ataban en paquetes, cogía el metro y los
llevaba a domicilios de familias muy humildes para que los plegaran a mano y
recogía los ya plegados. En alguna ocasión tenía que esperar un buen rato a que
lo terminaran. Recuerdo a una familia que cuando llegué a recogerlos el día
acordado les faltaba de plegar una parte, y allí estaban plegando, lo más
rápido que podían, la madre, la abuela, un niño de unos doce años y dos vecinas
a las que pidieron ayuda. También me viene a la memoria un hombre minusválido que
los plegaba en la cama. Tumbado, con la cabeza un poco levantada y una tabla de
contrachapado en el pecho sobre la que plegaba aquellos prospectos con gran
habilidad.
MARIO
FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, librero
Texto publicado en el Catálogo n.º 84 de Librería Berceo (junio-octubre 2022)
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